Sandra Lorenzano
09/10/2016 - 12:00 am
Los nuestros
“Apareció el nieto 121”, decía el mensaje que me mandó mi primo Ernesto el lunes pasado. “¡Y es el nuestro!”. …el nuestro, dos palabras que resumían cuarenta años de historia. Lo llamé enseguida: “Estoy llorando desde hace dos horas”, me confesó ese hombrón de casi un metro noventa de altura, médico, padre de adolescentes, y […]
“Apareció el nieto 121”, decía el mensaje que me mandó mi primo Ernesto el lunes pasado. “¡Y es el nuestro!”. …el nuestro, dos palabras que resumían cuarenta años de historia. Lo llamé enseguida: “Estoy llorando desde hace dos horas”, me confesó ese hombrón de casi un metro noventa de altura, médico, padre de adolescentes, y que a pesar de eso sigue teniendo la misma cara de asombro ante la vida que cuando era chico, y el mismo corazón. Como se imaginarán, me puse a llorar con él.
Sí, el nieto 121 es el nuestro: hijo, nieto, hermano, primo, sobrino de esta familia mía que vivió muertes, desapariciones, torturas, exilio, pero que aquí sigue firme, solidaria, cariñosa, convencida de la fuerza de la memoria y de los lazos que teje el amor.
En lo primero que pensé fue en esos abuelos que buscaron durante toda su vida al nieto nacido en cautiverio y secuestrado -“apropiado”- por los militares; el nieto al que nunca pudieron abrazar. Los Menna, Irma y Pánfilo, padres de Rina (la mamá de mis primos Ernesto, Esteban y Pablito) y de Domingo (el papá de Ramiro y del nieto recuperado). Los dos asesinados por la dictadura argentina. Los Menna, que se quedaron huérfanos de sus hijos (como se preguntaba el poeta Javier Sicilia, ¿por qué no existe una palabra para nombrar esa orfandad? La más terrible de todas), cobijaron a sus nietos, les dieron tibieza y hogar; a todos, menos al que había nacido en cautiverio. Se sabe que nació en Campo de Mayo, adonde los asesinos de uniforme llevaron a Ana María Lanzillotto, embarazada de ocho meses. A Domingo, el padre, lo torturaron hasta la muerte. A ella la mataron después del nacimiento del bebé. Al pequeño, como a otros muchos –se dice que son más de 500-, le robaron la identidad, le amputaron la memoria, el nombre, la familia. Ahí nació la lucha de las Abuelas de Plaza de Mayo. Ahí nacieron el dolor y la búsqueda. Pienso en los Lanzillotto, en Ani y su hermana melliza asesinadas, en Albita presa y luego en el exilio. Pero pienso sobre todo en los Menna, porque fueron un poco también abuelos de todos nosotros aquí, en México. Irma y Pánfilo que habían nacido en Palena, un pueblo de menos de mil quinientos habitantes, en la región de Abruzzo en Italia, y llegaron a la Argentina en los años cincuenta con dos niños y un baúl que tenía los hilos, agujas y tijeras del sastre, y toneladas de esperanza.
Siempre me he preguntado qué haríamos en caso de conocer el futuro. ¿Qué hubieran hecho Irma y Pánfilo de haber sabido que ese país que los recibía con generosidad les robaría dos hijos y un nieto? ¿Qué hubieran hecho Rina, Mingo, Ani y los otros 30 mil si hubieran sabido que terminarían asesinados cuando muchos de ellos no tenían aún ni treinta años?
Pero no conocemos el futuro. Afortunadamente quizás. O –y tal vez sea mejor decirlo así- no conocemos nada más allá de la certeza de la muerte.
Tampoco Ramiro, que buscó durante cuarenta años a su hermano, conoce el futuro. “Te damos tiempo, esperemos que sea más corto que largo. Te amamos y no vamos a poner condiciones”, le dijo en la conferencia de prensa que dieron las Abuelas. Como no lo conoce ese chico que nació en un campo de concentración en 1976 y que creció sin saber quién era, sin el cariño –sin las sonrisas, los apapachos, los cuentos, las complicidades- de su familia verdadera; que creció sin saber que lo buscaban desesperadamente.
No conocemos el futuro aunque nos pasamos la vida imaginándolo, planeándolo o temiéndole. Pero tenemos el pasado para sostenernos y mirar hacia adelante. Tenemos la memoria.
Si en el mensaje de Ernesto, la palabra nuestro resumía cuarenta años de vida: del país, de la familia, de cada uno de nosotros, las lágrimas hablaban de una larga historia de trabajo, de esperanza, de pobreza, de injusticias, de honestidad a toda prueba, de generosidad de esos inmigrantes que llegaron a “hacer la América” -nuestros abuelos, nuestros bisabuelos-, y que fundaron, codo a codo con la amada gente de esta tierra, la estirpe de la que venimos. Una estirpe de gente buena. Ésa es la herencia que recibimos. Ésa es la que hoy le transmitimos a nuestros hijos. Ésa es también la del “nieto 121”, el nuestro.
En una época de “ricos y famosos”, mentirosos y corruptos, cuando “resulta que es lo mismo ser derecho que traidor, ignorante, sabio, chorro, generoso, estafador”, como dice el tango “Cambalache”, es bueno recordar quiénes somos y de dónde venimos.
Ése es nuestro orgullo. Bienvenido a casa, querido.
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